Choque de derechos: Presunción Inocencia vs Libertad de Prensa

Resumen: La difusión masiva – sin depurar ni comprobar – de supuestos hechos, opiniones e informaciones, violenta la objetividad esperada de los procesos judiciales y condena a los individuos sin el debido proceso de ley. Esta condena, irrevocable aún sea descargado el imputado, no puede contar solamente con herramientas legislativas reactivas, sino preventivas.

 

Palabras clave: Juicio paralelo. Libertad de prensa. Libertad de expresión. Derecho a la intimidad. Debido proceso. Principio de inocencia.

 

Iniciamos el trabajo expresando que la libre prensa es una de las más grandes conquistas de nuestra sociedad, y por tanto, debemos protegerla. Quien redacta este artículo es nieto orgullosísimo de Francisco Álvarez Castellanos, quien, entre muchas otras cosas, ejerció el periodismo con dignidad y entrega. Es esta responsabilidad auto adjudicada la que nos motiva a discutir el presente tema. Iniciaremos con una disección, primero histórica y luego jurídica-aplicada, del tema. Luego concluiremos con nuestras sugerencias.

 

El 27 de junio del año 1884, por orden del Decreto número 2250 del Congreso Nacional de la República Dominicana, se traduce, adecúa y adopta el Código de Procedimiento Criminal Francés y se toma como ley principal para la regulación del proceso penal. Con esta acción, se instauran de manera formal un conjunto de principios y garantías que regirían el proceso penal en nuestro territorio por más de un siglo.

 

En el artículo 221 de dicho Código de Procedimiento Criminal se recoge la garantía esencial del acusado para la elección de su defensa, y en caso de que no pudiese contar con uno, el juez se encargaría de designarle uno de oficio, evitando así el estado de indefensión y garantizando, más que la defensa material, la defensa técnica y asistida. Los artículos 237 y 238 de la referida norma rezan sobre el derecho a la libertad del acusado en la vista pública o audiencia, así como el derecho de no prestar declaraciones en su contra, derecho que a mediados del siglo XX encontró una gran controversia.[1]

 

Estas constituyeron las primeras garantías del acusado o imputado, permitiendo equilibrar la balanza procesal donde la palabra del acusador no sea tomada como sagrada, sino que se permita, aunque en ese entonces de manera limitada, que el imputado responda de manera cierta y eficaz a las acusaciones que han sido formulado en su contra.

 

 

El análisis del derecho de defensa constituye así, en cuanto a su contenido objetivo, subjetivo y “reaccional” los pilares institucionales de todo sistema procesal, por cuanto una pluralidad de derechos depende de él. Razón por la cual, también, la regulación del derecho de defensa no puede ser meramente formal, sino que además tiene que ser operativa, para garantizar el ejercicio efectivo de las facultades que disponen las partes en representación de sus intereses.[2]

 

La Resolución No. 1920-03 de la Suprema Corte de Justicia al respecto señala que:

 

El derecho de defensa está conformado por un conjunto de garantías esenciales, mediante las cuales los ciudadanos ejercen derechos y prerrogativas que le acuerdan la Constitución y las leyes, tendentes a salvaguardar su presunción de inocencia, no tan sólo en los casos de procedimientos judiciales, sino ante cualquier actuación contraria a un derecho consagrado[3], siendo el Estado compromisario de tutelar esas garantías, equiparándolas con el debido proceso. El derecho de defensa, en consecuencia, está integrado por cada una de las garantías que conforman el debido proceso.

 

Las disposiciones que contienen esta figura jurídica inician en el artículo 14 de nuestro Código Procesal Penal, el cual establece que “Toda persona se presume inocente”, por lo que la labor acusatoria debe incluir la destrucción de esta presunción, para que la carga probatoria sea revertida y el papel inicialmente pasivo del acusado se transforme en uno eminentemente activo.[4]

 

La libertad de expresión del pensamiento, ideas y opiniones ha sido uno de los más grandes logros de la civilización contemporánea, plasmada en la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos[5], la cual fue adoptada por la Organización de las Naciones Unidas mediante la Resolución 217 III (A) de fecha 10 de diciembre del año 1948.  En el caso de la República Dominicana, Estado que forma parte de dicha Organización desde el veinticuatro (24) de octubre del año 1945, la aplicación y el respeto de las disposiciones de la Declaración Universal de Derechos Humanos es sacramental en la relación del Estado con sus ciudadanos.

 

Aunque nuestra premisa apoya esas ideas sobre las cuales se ostenta el derecho fundamental y sacramental de expresarlas sin constreñimiento, deben encontrar una frontera, y la misma es la transgresión de demás derechos fundamentales que son reconocidos a los ciudadanos, y no queremos limitarnos al marco de los derechos fundamentales del ciudadano común, sino que, en muchas ocasiones, la línea que pretende regular la libertad de expresión se convierte en un aspecto de mucho más delicadeza cuando se trata de un justiciable que se encuentre en ese momento en un proceso judicial.

 

Durante y posteriormente a los discursos de Milton y Stuart Mill, se concibe de manera prematura la idea de libertad de expresión cuando se establece que, más allá de que solo el Rey tenga voz pública en la sociedad Inglesa, también podrán reclamar quienes ostentaren en ese entonces los medios económicos para hacer conocer sus opiniones y que no sufran procesos de revisión previa a la publicación de las mismas.[6] Se puede inferir que los primeros pasos hacia el derecho de la libre manifestación del pensamiento se encontraban indirectamente regulados y relacionados respecto de la condición económica.

 

Es por esto que, ante una sociedad estrictamente controlada por la monarquía, y tomando como punto de partida las manifestaciones de pensadores y escritores que representan distintos estratos sociales, el Parlamento inglés redacta lo que en el idioma castellano se conoce como la Carta de Derechos (“Bill of Rights”), el 13 de febrero del año 1689, donde la novena disposición de esta Carta establece, cito; “Que las libertades de expresión, discusión y actuación en el Parlamento no pueden ser juzgadas ni investigadas por otro Tribunal que el Parlamento”.

 

No se establece de manera expresa la libertad de expresión y difusión de las ideas, sin embargo, se da el inicio al cese de las restricciones hacia el ejercicio de esta acción. Siendo complementada por declaraciones posteriores, como el Toleration Act[7], el cual manifestó la libertad de cultos y creencias religiosas, el “Bill of Rights” se constituye como el principal antecedente a la Declaración de los Derechos de Virginia, el 12 de junio del año 1776, la cual se convertiría en la primera expresión de derechos del ciudadano. Esta manifestación de reconocimiento a derechos fundamentales del ser humano reza, en su artículo doce, que la libertad de prensa es uno de los grandes baluartes de la libertad y no puede ser restringida jamás, a no ser por gobiernos despóticos.

 

Le sucede a estos acontecimientos, de manera inmediata, la históricamente referente a los derechos fundamentales, y por consecuente a la libertad de expresión, Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, proclamada por la Asamblea General del Estado Francés el 26 de agosto de 1789, la cual manifiesta en su artículo 10 que: “Nadie debe ser molestado por sus opiniones, inclusive religiosas, siempre y cuando su manifestación no perturbe el orden público establecido por la Ley”. Allí se pone de manifiesto, de manera universal, que todo individuo posee el derecho de expresarse libremente sin ser molestado.

 

Es idóneo precisar que, en el artículo siguiente, esta misma Declaración Universal de Derechos del Hombre y del Ciudadano establece lo que es considerado como el precedente a la regulación y los límites del ejercicio de la libertad de expresión. El artículo 11 del referido documento reza “La libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más valiosos del Hombre; por consiguiente, cualquier Ciudadano puede hablar, escribir e imprimir libremente, siempre y cuando responda del abuso de esta libertad en los casos determinados por la Ley”.[8]

 

De lo precedentemente citado se puede deducir que, si bien este documento consagra el derecho a la libertad de expresión, de igual forma lo propone como un derecho que tiene límites. Es decir, no es un derecho de aplicación absoluta.

 

Como el artículo 11 indica, el mal uso de este derecho ha traído consigo la necesaria tipificación de los delitos que se derivan del abuso de la libertad de expresión, determinando casos y situaciones concretas.

 

La primera consagración de este derecho como fundamental en la República Dominicana se encuentra en la Constitución del 6 de noviembre del año 1844, citando en el Capítulo II, específicamente en el artículo 23, lo siguiente: “Todos los dominicanos pueden imprimir y publicar libremente sus ideas, sin previa censura, con sujeción a las leyes.”

 

Sin embargo, como lo establece el expresidente Leonel Fernández Reyna, el período oscuro de la anexión a España representó un retroceso en la libertad de prensa, ya que con la Ley número 696, tanto República Dominicana como las demás colonias españolas fueron víctimas de censura y restricciones.[9]

 

Desde el año 1879, en el gobierno que presidía Cesáreo Guillermo, y hasta el año 1916, que ocurrió la primera intervención militar estadounidense en República Dominicana, la libertad de expresión quedaba consagrada en cada texto constitucional, no sufriendo ningún cambio considerable en cuanto a la sustancia del artículo que allí la plasma como un derecho fundamental.[10]

 

No es sino hasta el 15 de diciembre del año 1962 cuando se promulga la Ley número 6132 sobre Expresión y Difusión del Pensamiento, ley que en la actualidad rige la materia. Por igual, la normativa que regula la libertad de expresión en medios masivos en República Dominicana se ha complementado con leyes especiales y reglamentos que adecúan al entendimiento del legislador, el ejercicio de este derecho para que no sea abusado en perjuicio de los derechos de otro individuo.

 

Pasemos a la figura jurídica del juicio paralelo y su origen moderno. A mediados del siglo XX, la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos de América dictó una sentencia que se reviste de una importancia vital a la hora de abordar lo que en el sistema anglosajón se conoce como “trial by media”, traduciéndose al castellano como “el juicio por los medios”, que es el tema central del presente escrito.

 

En el caso de Sam Sheppard vs Ohio[11], por el supuesto asesinato de quien fuera su esposa, que por demás se encontraba en estado de gestación, la prensa se constituyó como juzgador a priori, lo cual fue intensamente debatido. Un juez federal, posterior a dictarse la sentencia, estableció que: “Si alguna vez ha existido un juicio por los medios de comunicación, este es el ejemplo perfecto. Por alguna razón, la prensa se adjudicó el rol de acusador, juzgador y jurado”[12] En este caso específico, la prensa ejerció una influencia sobre el órgano acusador, traduciéndose a nuestro sistema judicial como el Ministerio Público, así como también sobre el juzgador.

 

Con publicaciones como “Hágalo ahora, Doctor Gerber (quien era el fiscal acusador)” y  “¿Por qué Sam Sheppard no está en la cárcel?”, los medios de comunicación se encargaron de sentenciarlo, aun cuando el proceso se encontraba en la instrucción. Es preciso resaltar que fue sentenciado a cadena perpetua, y que luego de pasar diez años en prisión, la misma fue revocada. Uno de los argumentos principales de la Corte para fundamentar su decisión fue: “La publicidad masiva, penetrante y perjudicial que se ejerció en el caso del peticionario (Sheppard), privó su derecho de recibir un juicio justo como lo establece la Constitución”.[13]

 

Definir el juicio paralelo como figura abstracta es difícil por no existir un génesis claro del concepto. Es decir, ha ido mutando según el derecho y la sociedad lo han requerido, por lo que no encontraremos uniformidad de criterios. Dicho esto, haremos el intento, basándonos en eminentes respuestas a la pregunta, iniciando con el Dr. Templado, quien  indicaba que el juicio paralelo es:

 

El conjunto de informaciones aparecidas a lo largo de un periodo de tiempo en los medios de comunicación sobre un asunto sub iúdice, a través de las cuales se efectúa por dichos medios una valoración sobre la regularidad legal y ética del comportamiento de personas implicadas en los hechos sometidos a dicha investigación judicial.[14]

 

Y es que el juicio paralelo, es sin duda, el paradigma del inadecuado ejercicio de
las libertades informativas sobre un proceso judicial, resultando ser un
instrumento capaz de atentar de forma simultánea contra diversos derechos
fundamentales y otros bienes jurídicos dignos de protección y que, en último
término, afecta al derecho a un proceso justo e imparcial.[15]

 

Latorre se refiere a ellos como:

 

“Todo proceso generado e
instrumentado en y por los medios de comunicación erigiéndose en jueces sobre
un hecho sub iúdice y anticipando la culpabilidad del imputado o desacreditando
el proceso con el fin de influir en la decisión del tribunal troncando su
imparcialidad, de modo que cualquier lector/televidente tendría la impresión de
que la jurisdicción penal no tendrá otro recurso que sentenciar en los términos
publicados”.[16]

 

Advierte De La Vega que:

 

No puede confundirse el juicio paralelo con la información exhaustiva que un medio dedique al desarrollo de un determinado proceso, la intensidad o amplitud de la información no otorga por sí sola la condición de juicio paralelo. Tampoco
deben considerarse como tal las noticias difundidas dentro del llamado
periodismo de investigación cuando el proceso penal todavía no ha nacido, pues
el juicio paralelo exigirá la existencia de un procedimiento que se encuentra sub
iúdice.[17]

 

En un estudio profesional realizado a periodistas y juristas, se llegó a la conclusión de que había juicio paralelo de manera regular al compartir datos sesgados, opiniones que pretenden decantar la opinión pública prejuzgando la cuestión, resolviendo el caso al margen del proceso comprometiendo la confianza de los tribunales, asistiendo a los medios
informativos personas intervinientes en el proceso, anticipando valoraciones que
puedan corresponder a los tribunales, entrevistas y opiniones fuera del proceso
conformando un veredicto extraprocesal.[18]

Luis Alberto Huerta sostiene que desde el punto de vista jurídico, todo análisis relacionado con el ejercicio de la libertad de expresión, o de prensa, deberá necesariamente tomar en consideración la existencia de otros derechos fundamentales y bienes que también gozan de protección constitucional.[19] El derecho a la libertad de expresión no debería avasallar el derecho al honor, buen nombre y presunción de inocencia, por lo que los límites responden a la inminente transformación del panorama en el que fueron reivindicados los derechos de libertad de expresión, información y publicidad del juicio, transformación que recae precisamente en aquellos que invocan tales principios para continuar “informando” sobre procesos judiciales, todo lo cual ha tenido y sigue teniendo consecuencias negativas para la solución de casos, los derechos de las partes y por igual la credibilidad en el sistema judicial.[20]

 

En un atinado comentario realizado por el reconocido maestro Ferrajoli, donde plantea que la ambigua relación que se ha instaurado entre justicia y medios de comunicación ha terminado por privar a la publicidad de su función originaria de garantía, para convertirla en una carga, en un instrumento añadido de penalización social preventiva.[21] Esta debe ser una de las mejores formas de transmitir la idea de este artículo, pues el interés es estudiar si ese apéndice de la labor de la prensa es, en sí, un ejercicio absoluto, o que debe ser limitado respecto de los procesos instaurados en nuestra normativa.

 

Un gran ejemplo de esto nos lo plantea el profesor José Ricardo Taveras, cuando nos comenta que, al hablar de la entrega de Jesús a la turba, de manos de Poncio Pilatos:

 

«El contexto en que se produce dicha entrega, es mejor descrito por San Mateo, que describe claramente el ambiente de turbación social en que se efectuó: “Cuando Pilatos vio que no estaba logrando nada, pero en cambio se estaba empezando un motín, tomó agua y se lavó sus manos delante de la gente, y dijo: ‘Mis manos están limpias de la sangre de este hombre; es la responsabilidad de ustedes.” (San Mateo. C. 27, V. 24).

 

Ciertamente, el lavado de manos de Pilatos fue un supremo acto de irresponsabilidad y temor a la turba, así como también una singular declaratoria de incompetencia, porque el asunto le concernía estrictamente a la identidad religiosa de los judíos, en la cual Roma no solía intervenir».[22]

 

Es precisamente la posibilidad de tergiversación material bajo la excusa de estos principios, con el fin de parcializar la sociedad, que demanda con urgencia la implementación de limitaciones a las que debe estar sujeto el ejercicio del derecho fundamental en cuestión, el de la libertad de expresión y prensa, para los procesos judiciales.

 

Juan Armagnague, doctrinario constitucionalista argentino, afirma que los medios de comunicación manejan la conciencia social, ajustan la percepción que la sociedad tiene del delito a sus necesidades comerciales, y se erigen en miembros del sistema penal, indagando y juzgando los presuntos[23] ilícitos, aun antes de que lo hagan los jueces naturales de la Constitución.[24] La capacidad de influenciar de manera negativa con un bombardeo de prensa que, en ocasiones, está divorciada de la realidad procesal, ha quedado en manos de aquellos propietarios de medios de comunicación que no son los llamados a juzgar, y de sus ejecutores, quienes también gozan de una necesaria libertad de exponer sus ideas.

 

Quien suele ser afectado, en la mayoría de los casos, es el imputado. Desde el momento de la detención, que es el primer contacto que se tiene con el sistema de persecución penal,[25] el imputado suele ser tratado como el responsable de todo el relato fáctico que supuestamente ha acaecido según las autoridades que han investigado. Nos preguntamos, entonces, ¿debemos solamente reaccionar, o buscamos también prevenir?

 

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en su publicación del 5 de marzo del 2013 titulada “Jurisprudencia Nacional Sobre Libertad de Expresión y Acceso a la Información”, contentiva de una síntesis elaborada por La Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, sobre las decisiones dictadas por los altos Tribunales de la región, expresa en el mismo sentido en su página 23 lo siguiente:

 

La Comisión y la Corte Interamericana han señalado que el derecho a la libertad de expresión no es absoluto y puede estar sujeto a ciertas limitaciones, según los incisos 2, 4 y 5 del artículo 13 de la Convención Americana, las cuales, para ser legítimas, deben cumplir una serie de condiciones específicas. Particularmente, el artículo 13.2 exige el cumplimiento de tres condiciones básicas para que una limitación al derecho a la libertad de expresión sea admisible: 1) La limitación debe haber sido definida en forma precisa y clara a través de una ley formal y material, 2) La limitación debe estar orientada al logro de objetivos legítimos autorizados por la Convención Americana, y 3) La limitación debe ser necesaria en una sociedad democrática para el logro de los fines legítimos que se buscan; estrictamente proporcional a la finalidad perseguida; e idónea para lograr el objetivo imperioso que pretende lograr.

 

¿Cuál sería la solución para esta problemática? Respuestas hay muchas, pero entendemos podría ser una modificación a la ley No. 6132, que regula la “expresión y difusión del pensamiento”, promulgada en el año 1962, y el hecho de que no haya sido debidamente actualizada hace que, elementos tan novedosos y relevantes como las redes sociales o los medios digitales, puedan quedar fuera de su ámbito de aplicación. La idea podría comenzar por los puntos expuestos a continuación.

 

Primero, una imposibilidad temporal de adjudicar juicios de valores o crear reportajes de percepción en base a un juicio actual y vigente, limitando dicha labor a la mera repetición de lo informado por las autoridades competentes, siempre haciendo la salvedad de lo que sea que se transcriba o reproduzca sea fiel al emisor original. Esto debe estar acompañado de penas considerables y de aplicación casi inmediata, es decir, que sea suficiente un cálculo aritmético de presupuestos, y métodos actualizados de aplicación.

 

Esa imposibilidad temporal deberá tener vigencia hasta tanto el juicio sea – de cualquier manera – debidamente completado por la vía normal, una Sentencia.

 

¿Debería incluir el plazo de los recursos? A nuestro entender, sí. Es sano que – hasta tanto no haya una decisión definitiva – la prensa o los medios no puedan infringir ese deber de veracidad a la objetividad del proceso.

 

En segundo lugar, crear un marco de agravantes según el emisor de la información, y conferir la potestad del control (previa petición de parte o por impulso propio) al magistrado (de la fiscalía o del tribunal) de denunciar y ordenar la suspensión al momento de infringir ese deber de veracidad.

 

Entonces, estaríamos ante un escenario donde la norma crearía disposiciones que impedirían la difusión de todo material subjetivo sobre un caso que esté “vivo” en la justicia, manteniendo en la palestra pública solo el ámbito objetivo y así, como debe ser siempre, cada individuo forma su percepción, en su intimidad, de los hechos.

 

Y, además, se crearía un marco punitivo (económico – penal) que introduciría agravantes dependiendo de quién emite la información sujeta a la subjetividad del proceso, obviamente refiriéndose a las autoridades vinculadas.

 

Finalmente, el hecho de que las autoridades puedan intervenir de manera directa (jueces y fiscales) para denunciar, perseguir y mitigar cualquier intento de publicación, ¿los hace a ellos invulnerables ante un accionar que sea emitido por ellos mismos? La solución ágil es sencilla, en caso de que el emisor sea una de las autoridades, la solicitud para suspender (ya sea la violación o la publicación) se hará a sus superiores directos, ahí recostándose la legislación especial sobre el derecho común – en sentido lato – aplicable.

 

Quienes manejan las leyes, los medios, la justicia y la investigación deben una especial responsabilidad a la sociedad, al Estado y a sus integrantes. No podemos, bajo ninguna circunstancia, crear armas basadas en la opinión pública con intención – o resultado – de atropellar el debido proceso.

 

Nos merecemos una legislación que se adelante a los sucesos, no una que simplemente responda a las violaciones a la norma, y la única forma de lograr esto eventualmente es mantenernos sobre nuestros legisladores para que, consecuencia de nuestro seguimiento, sientan la presión de responder a los requerimientos de nosotros, la sociedad. La idea de este artículo es, ante la apresurada evolución de los medios masivos y la comunicación social, se tengan las discusiones pertinentes para obtener soluciones prácticas y reales.

 

 

 

 

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[1] 11. Estes v. Texas, 381 U.S. 532, 540 (1965)

 

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[1] Esto a raíz del caso de Ernesto Arturo Miranda contra el estado de Arizona (Miranda v. Arizona, 384 U.S. 436 1966) donde se ejerció una presión para la autoincriminación del arrestado y no se le informó sobre el derecho de la asistencia de un abogado.

[2] VÁZQUEZ ROSSI, J. E., La defensa penal, Op. Cit. Pag. 86.

[3] El énfasis es del autor.

[4] En la Sentencia 166/1995, de 20 de noviembre (BOE núm. 310, de 28 de diciembre de 1995) del Constitucional Español, se reconoce que la presunción de inocencia tiene también una dimensión extraprocesal y comprende el derecho a recibir la consideración y el trato de no autor o partícipe en hechos de carácter delictivo o análogos a estos y determina, por ende, el derecho a que no se apliquen las consecuencias o los efectos jurídicos anudados a hechos de tal naturaleza en las relaciones jurídicas de todo tipo.

[5] Artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos.

[6] Loreti, D.. “América Latina y la Libertad de Expresión”. Bogotá, Grupo Editorial Norma, 2005. p.20

[7] Ley sometida y aprobada por el Parlamento Inglés el 24 de mayo de 1689.

[8] El subrayado en la parte final es nuestro.

[9] Fernández Reyna, L. “El delito de la opinión pública: censura, ideología y libertad de expresión”. Segunda Edición, Santo Domingo, FUNGLODE, 2011. p. 156.

[10] Fernández Reyna, L. Ob. Cit. p.157

[11] The State of Ohio versus Sam Sheppard. October 18, 1954.

[12] Neff, James (2001). The Wrong Man. New York: Random House Trade Paperbacks, November 2012. p. 230

[13] Artículo “The Media and The Trial”. Disponible en http://web.archive.org/web/20100613195225/http://www.providence.edu/polisci/students/sheppard_trial/media.htm Consultado en fecha 22 de octubre del año 2015.

[14] ESPIN TEMPLADO, “En torno a los llamados juicios paralelos y la filtración de noticias
judiciales”, RJC, 1986, I, n º2, pág. 123

[15] ORDENES RUIZ, J.C. “Libertad de información y proceso penal. Los límites “. Capitulo octavo. Los juicios paralelos. Pág. 265

[16] LATORRE LATORRE V, “Función jurisdiccional y juicios paralelos”.; págs. 105 y 106.

[17] DE VEGA RUIZ, J.A, “Libertad de expresión. Información veraz. Juicios
Paralelos. Medios de Comunicación”. Ed. Universitas, Madrid. Pág. 66.

[18] Revista poder judicial nº especial XVII. Páginas 596 y 597

[19] Huerta Guerrero, L. “Libertad de Expresión: Fundamentos y límites a su ejercicio”. Primera edición, febrero 2012. Perú. p. 51

[20] Jiménez M., K. “Justicia y Medios de Comunicación: El conflicto a la luz del constitucionalismo”. Editora Dalís, Santo Domingo, República Dominicana. p. 87

[21] Consejo General del Poder Judicial. “Justicia y Medios de Comunicación”. Cuadernos de Derecho Judicial. p. 101

[22] Disponible en https://www.diariolibre.com/opinion/en-directo/el-juicio-en-manos-de-la-turba-DF4997476. Consultada en fecha 11 de noviembre de 2018.

[23] El énfasis es del autor.

[24] Armagnague, J., dir. II. Aábalos, María G., coord. Derecho a la información. Habeas data e internet. Buenos Aires. Ed. La Rocca S.R.L., 2002, p.90.

[25] José Azocar, M., Cerda, A. & Ramm, A. “Imputados y víctimas: Vivir la justicia desde orillas opuestas”. Documentos de trabajo ICSO.  Octubre 2006. p. 10