¿Nos pertenece el contenido digital?

El sentimiento de propiedad, más que el derecho mismo, es una de las conquistas cognitivas más grandes del hombre moderno. Sentirse apegado a un efecto físico, ya sea herramienta o arte, permitió la preservación de estos objetos más allá de su vida útil, creando emociones abstractas que han ido modificando el comportamiento de gran parte de la población.

 

Ya sea con la compra de un disco compacto, una película en iTunes o pagando una membresía mensual como Office 365, la contraprestación de nuestro dinero es, en sí, el derecho de propiedad sobre ese “algo”. O por lo menos eso es lo que pensamos cuando estamos “comprando” esto.

 

Históricamente, cuando el formato físico era la única forma de acceso a este tipo de medios, teníamos el sentido de propiedad basado no en el contenido, sino a la posibilidad de físicamente tener bajo nuestro control lo que sea por lo que pagamos. Si teníamos una copia física, nadie podía quitárnosla (por lo menos legalmente), y la podíamos guardar por décadas. Esto, en realidad, era una propiedad sobre la manifestación física, una licencia a la copia si se quiere, y por vía de consecuencia, al disfrute controlado de su contenido.

 

Esto permitía que, a veces con un alto valor estético, tuviésemos colecciones enormes de discos compactos, películas y libros. El sentimiento de entrar a un espacio propio y ver, en un estante, todos los libros que a lo largo de los años hemos leído, no tiene precio. Pero, además, poder ofrecer a modo de préstamo alguno de estos, o regalarlos con una nota en la quinta página, agrega un valor personal a ese artículo propio que, por sí mismo, es parte de su dueño y acompañará dicho objeto hasta su destrucción.

 

Aunque teníamos un derecho a licencia física, era nuestro. Lo podíamos destruir, guardar, regalar. Nadie coartaba nuestro derecho, y solo debíamos respetar la propiedad intelectual (en sentido lato) vinculada al mismo. Más que esto, no había duda de que éramos dueño de nuestra colección.

 

Con el pasar de los años, el contenido digital comenzó a enamorar al hombre. Es fácil entender las razones, la realidad es que es mucho más práctico, no consume un espacio físico considerable y, además, en teoría no se debe deteriorar con el tiempo. Ofrecen una gran cantidad de herramientas (buscadores ad-hoc, diccionarios, idiomas, distintos niveles de calidad) digitales que permiten que el contenido se acople a cada lector, reforzando la gratificación inmediatamente luego del consumo. Este fenómeno es digno, incluso, de un estudio paralelo, pues somos de los que reconocen este tema solo tendrá relevancia para los que vivimos la era anterior a los servicios mencionados, aparentemente el consumidor actual no tiene ese apego al material, sino que solo le interesa disfrutarlo.

 

Esto ha creado una situación extrañamente complicada, pues responde más a un valor subjetivo sentimental otorgado por cada uno de nosotros a los medios que consumimos. En un mundo digital, donde la tendencia (ya confirmada) es el contenido indiscriminado por suscripción, lo que estamos pagando es un derecho variable para ver todo lo que quien creó la colección pueda obtener licencia. No somos dueños de un derecho real sobre el contenido, sino que tenemos licencia de uso (pero, realmente, es más una licencia “de ver”). Es como ir al cine, pagar el ticket, y que nos permiten ver la película, pero nada más.

 

Pero en un mundo ideal, esto no sería un problema. Estamos a segundos de ver cualquier serie o película, siempre y cuando esté en el portal o aplicación. Vivimos en el “futuro”, esto es un sueño, ¿verdad? Sí y no. Al inicio, todo es color de rosa. Pero cuando vemos como el mercado va diversificándose y muchos servicios que antes eran autosuficientes, la realidad de nuestra precaria propiedad nos da un golpe en la cara.

 

Netflix, que por años ha sido el líder en contenido digital (películas, series, documentales) acaba de recibir fuertes golpes de Disney, donde una gran parte de su contenido será forzosamente limitado. Todo lo que esté bajo la propiedad de Disney, de un momento a otro, desaparecerá de Netflix. Friends, una serie tan importante para la plataforma, también sale de su programación a inicios del año 2020, también para ser parte de otro servicio distinto.

 

Esto quiere decir que, si el usuario pagaba Netflix porque gustaba del contenido de Marvel, y, además, el ocasional maratón de Friends, sin su consentimiento (formal, porque con la lista de términos y condiciones sí consintió esto) perdió todo el contenido relevante, y más que esto, estaría obligado a pagar dos servicios adicionales para seguir consumiendo estos elementos.

 

La triste realidad, entonces, es que en esta época tecnológica somos esclavos de quienes manejan el contenido, sus medalaganarias vendettas y jugadas estratégicas de mercado. No somos dueños del contenido, ni de su presentación física y, además, prácticamente estamos obligados en la mayor parte de los casos a contar con una conexión al internet para acceder a éstos. Somos rehenes de nuestra propia comodidad, y pagamos mensualmente – felices – el costo de nuestra realidad.